Chelo, la Guardiana del Tiempo

Chelo, la guardiana

En un rincón escondido del reino de Luz Serena, donde el cielo siempre parece pintado al óleo y el viento canta en versos antiguos, vivía una heroína como pocas: Chelo, la Guardiana del Tiempo. No era una guerrera común, ni una hechicera de leyendas. Su superpoder no estaba en lanzar rayos ni mover montañas, sino en algo infinitamente más raro y valioso: la capacidad de multiplicar el tiempo para cuidar de quienes ama.

Cada mañana, al primer rayo de sol, Chelo despertaba en su refugio entre las nubes —una casa humilde y cálida, donde vivían sus padres, ya mayores, pero llenos de historias. Antes de que el reino se desperezara, ella ya había preparado el desayuno con mimo, curado con ternura las heridas invisibles de la vejez y escuchado por enésima vez cómo su padre conoció a su madre “como si fuera ayer”.

Pero cuando el reloj mágico marcaba la novena campanada, se activaba su otra vida: se enfundaba su traje azul noche con ribetes dorados y salía volando a resolver el caos del mundo —ayudaba a vecinos tristes, reparaba corazones rotos y protegía a los inocentes de los desórdenes del tiempo.

Y aún así, al atardecer, volvía con una sonrisa. Su secreto: no viajaba en el tiempo, lo entendía. Sabía que el tiempo con los suyos no se mide en horas, sino en gestos. En una mirada cómplice, en una uva compartida, en una risa espontánea que estalla como una estrella fugaz.

Chelo no tenía sidekicks ni gadgets. Su fuerza era su amor. A quienes la conocían, les quedaba claro: no era solo una superheroína. Era un puente entre generaciones, una mujer capaz de sostener el mundo en una mano… y con la otra, acariciar la cara de su madre.

Dicen que quienes la han visto en acción la recuerdan por su capa al viento, sí, pero sobre todo por cómo, en mitad del caos, podía detenerse a decir:
“Ahora no es momento de salvar el mundo. Ahora toca cuidar a los míos.”

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